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Etica Eudomonista
En este blogg podran encontar informacion relacionada con la etica euBudomonista y muchos mas temas.En primer Lugar y cual es el significado de la palabra
Que es EudemonismoOrigen griego:
Eu:Bueno
Daimon:Divinidad menor
DEl griego Eudomonia(Felicidad)
El eudemonismo o eudaimonismo, cuyo principal representante fue Aristóteles, es un concepto filosófico de origen griego (de eudaimonia palabra griega) compuesto de "εὐ" bueno y " (δαίμων, daimon)" divinidad menor, que recoge esencialmente diversas teorías éticas.
Tiene como característica común ser una justificación de todo aquello que sirve para alcanzar la felicidad.
Se ha considerado eudemonismo, al hedonismo, la doctrina estoica, así como también al utilitarismo. Todas estas doctrinas basan sus normas morales en la realización plena de la felicidad, entendida como estado de plenitud y armonía del alma, diferente del placer y pudiéndose presentar ésta de forma personal, como en Demócrito, Sócrates, Aristóteles, Arístipo y la escuela cirenaica, el estoicismo o el neoplatonismo, o bien de forma colectiva, como se estableció a partir de David Hume.
Entre los eudemonistas cabe destacar a Aristóteles que fue uno de los primeros y el más importante, y además, a los eudemonistas que afirmaban que para llegar a la felicidad hay que actuar de manera natural. Es decir, con una parte animal (bienes físicos y materiales), una parte racional (cultivando nuestra mente) y una parte social, que se concretaría en practicar la virtud, que según Aristóteles se situaba en el punto medio entre dos pasiones opuestas.
Los seguidores de esta teoría ética afirmaban que no se puede ser siempre plenamente feliz. Siglos más tarde que Aristóteles, Tomás de Aquino afirmaría que sí se puede llegar a esa felicidad plena y total, pero en otra vida, ya que en este mundo sólo existe felicidad relativa. Los eudemonistas pensaban que el placer era un complemento de la felicidad.
La propuesta principal del eudemonismo es "el bien es aquello que nos hace felices y la felicidad es el aumento de nuestras fuerzas para obrar"
Bien despued de haber visto que es Eudemonismo ahora veamos.....
Como se Aplica el EUDEMONISMO en la ETICA????
Hay varias éticas consideradas como
“eudemonistas” entre las que destacan el utilitarismo, la doctrina estoica,
y el hedonismo.
El utilitarismo y el
hedonismo:
Fue
Jeremy Bentham el primero que construyó un sistema ético a partir de la idea del
placer. Para ello se basó en la teoría del hedonismo, la cuál tenía como
intencionalidad buscar el placer físico y evitar el dolor físico. Jeremy formuló
el “cálculo utilitario”, el cuál argumentaba que “las acciones más morales son aquellas que
maximizan el placer y minimizan el dolor”, es decir, que cuanta más
cantidad de placer y menos cantidad de dolor provoque una acción más moral
es.
Más
tarde y también partiendo del hedonismo, John Stuart Mill modificó el
utilitarismo centrándolo en la máxima felicidad para el mayor número de
personas. Esta forma de ver el eudemonismo se denominó como “eudemonismo
social”.
Cuando el utilitarismo fue expuesto a la
sociedad por primera vez, apareció ante esta como una filosofía radical, ya que
intentó situarse al nivel moral de la Biblia y de la iglesia. Dicho de otra
manera, “el utilitarismo proveyó una forma para
que las personas vivieran vidas morales aparte de la Biblia y sus
indicaciones.” Intentar
anteponer la razón a la divinidad demolió esta ética.
La doctrina estoica:
La
doctrina estoica defiende que “el bien
no está en los objetos externos, sino en la condición del alma en sí misma, en
la sabiduría y dominio mediante los que una persona se libera de las pasiones y
deseos que perturban la vida corriente.”
La
filosofía estoica se basa en cuatro “virtudes”: el valor, la justicia, la
sabiduría y la templanza.
El estoicismo tiene, también, una
curiosa forma de observar el mundo. Argumentaba que las personas deben
respetarse y ayudarse unos a otros. Exponían que los factores externos como la
raza, la riqueza o la pobreza, la clase, o el sexo, no debían influir en las
relaciones sociales. Por lo
tanto la doctrina estoica, como filosofía anterior al cristianismo, se centró
desde un primer momento en “la
fraternidad de la humanidad y la igualdad natural de todos los seres
humanos.”
HUME
Hume fue uno de los seguidores del
utilitarismo, quien creía que los problemas morales era imposible justificarlos
de forma intelectual. Sus ideas sobre esta forma de ética eudomonista fue, por
lo tanto, un tanto peculiar. Hume pensaba que hay unos principios que nos
parecen mejor que otros, de manera que optamos por estos o aquellos según
favorezcan o no a nuestra calidad de vida. Decía que los humanos están
absolutamente dispuestos a acatar ciertas normas siempre y cuando estas
favorezcan a la “utilidad” pública. De esta manera Hume criticó, a través del
utilitarismo, la tendencia humana de mirar única y exclusivamente por si mismo y
por sus allegados.
Ejemplo del eudemonismo......
Un hombre, un moralista ocupa gravemente su cátedra y desde ella se le ve
dogmatizar en frases pomposas sobre el deber y los deberes. ¿Por qué ninguno lo
escucha? Porque mientras él habla de deberes, cada uno piensa en los intereses.
En la naturaleza del hombre está el pensar antes que todo en sus intereses, y
por aquí es por donde todo naturalista ilustrado creerá que es de su interés
comenzar; él bien podrá hablar, bien podrá hacer, el deber siempre cederá el
paso al interés (Jeremy Bentham, Deontología, o ciencia de la moral (1832),
tomito I, p. 23).
Correctísimo.
En sana moral jamás podría
consistir el deber de un hombre en hacer aquello que tiene interés en no hacer.
La moral le enseñará a establecer una justa estimación de sus intereses y de sus
deberes; y examinándolos notará su coincidencia (ibíd., p.
24).
¡Excelente!
Acostúmbrase decir que un hombre debe hacer a sus
deberes el sacrificio de sus intereses. Tampoco es raro oír citar tal o cual
individuo por haber hecho semejante sacrificio, y nunca se deja de manifestar la
más profunda admiración. Pero si consideramos el interés y el deber en su más
alta acepción, nos convenceremos de que en las cosas ordinarias de la vida, ni
es practicable ni tampoco muy apetecible el sacrificio del interés al deber; que
este sacrificio no es posible, y que si pudiese realizarse, nada contribuiría a
la dicha de la humanidad (p. 24).
Si lo tuviera, ¡me sacaría el sombrero
ante tamaña claridad de ideas!
El empleo de un moralista ilustrado
consiste en demostrar que un acto inmoral es un cálculo falso del interés
personal, y que el hombre vicioso hace una estimación errónea de los placeres y
de las penas (p. 26).
Esto ya no es excelente. Es perfecto.
En
escribir esta obra no nos proponemos otro objeto que la dicha de la humanidad,
la dicha de cada hombre en particular, tú dicha en fin, oh lector, y la de todos
los hombres (p. 26).
Lo que yo me propongo al transcribir esto es, en
primerísimo lugar, acrecentar mi propia dicha, y luego, la del resto de los
hombres y demás seres vivos. Obviamente, la una depende directamente de las
otras.
Nos proponemos extender el dominio de la dicha por doquiera
respire un ser capaz de gustarla; y la acción de un alma benévola no se limita a
la raza humana; porque si los animales que llamamos inferiores no tienen algún
derecho a nuestra simpatía, ¿sobre qué se apoyarían los títulos de nuestra
propia especie? La cadena de la virtud abraza toda entera la creación sensible.
El bienestar que podemos partir con los animales está íntimamente ligado con el
de la raza humana, y el de la raza humana es inseparable del nuestro (pp.
26-7).
Esto está muy bien, pero contrasta lastimosamente con lo escrito
en la p. 28:
Nosotros les quitamos la vida [a los animales que nos
comemos] y en esto tal vez somos justificables; la suma de sus sufrimientos no
iguala la de nuestros goces: el bien excede al mal.
No hay justificación
posible (excepto para los esquimales) que nos exima de considerar inmoral
cualquier matanza intencional de un animal inofensivo. Pero justifico a Bentham
por creer, como casi todos los occidentales de su época, que los animales eran
el mejor alimento que podrían consumir los humanos: en aquel entonces no se
hacían estadísticas sobre accidentes cardiovasculares y cánceres de
intestino.
La virtud se divide en dos ramas, la prudencia y la
benevolencia efectiva. La prudencia tiene su asiento en el entendimiento; la
benevolencia efectiva se manifiesta principalmente en las afecciones, que cuando
son fuertes e intensas constituyen las pasiones (p. 29).
Esto es
asombrosamente parecido a lo que yo entiendo por virtud: la compasión
inteligentemente activa, siendo la compasión el placer no morboso que uno
experimenta contemplando el sufrimiento ajeno, siendo la inteligencia la
capacidad de hallar una solución que termine con ese dolor o al menos lo atenúe
y siendo la actividad la valentía de que disponemos para llevar a la práctica la
solución ideada por la inteligencia. Compasión sin inteligencia es la compasión
del tonto que percibe el dolor ajeno pero que no sabe cómo remediarlo; compasión
sin actividad es la compasión del cobarde que percibe el dolor ajeno y sabe cómo
remediarlo, pero no se anima a efectual el socorro. Todo se reduce a ser
amantes, sabios y poderosos. Si alguna de las puntas del triángulo no está lo
suficientemente afilada, nuestra virtud queda coja[2].
Triste cosa es pensar que la suma de la dicha que
está en poder de un hombre producir, aunque sea el más poderoso, es corta si se
compara con la suma de males que pueda crear por sí mismo o por otro. No es
decir que en la raza humana la proporción de la desdicha exceda a la de la
dicha, porque estando limitada en gran parte la suma de la desdicha por la
voluntad del que sufre, tiene casi siempre a su disposición medios de aligerar
sus males (p. 31).
No es imposible que un hombre, o cualquier otro ser,
haya sufrido en su vida más que lo que ha gozado, pero creo que definitivamente
la opción inversa es la que se da en la gran mayoría de los casos, a la vez que
creo ver un aumento general en el balance felicidad-desdicha conforme transcurre
la historia de la vida en el planeta.
El que se procura un placer o se
evita una pena, contribuye a su propia dicha de una manera directa; el que
procura un placer o evita una pena a otro, contribuye indirectamente a su propia
dicha (p. 31).
La ley primera de nuestra naturaleza es desear nuestra
propia dicha. Las voces reunidas de la prudencia y de la benevolencia efectiva
se hacen oír y nos dicen: Procurad la dicha de los otros; buscad vuestra propia
dicha en la dicha ajena (p. 32).
El objeto de todo ser racional es
obtener por sí mismo la mayor suma de dicha. Cada hombre es más íntimo y más
querido a sí mismo que pueda serlo cualquier otro, y ningún otro que él puede
medirle sus penas y sus placeres. Es preciso de absoluta seguridad que sea él
mismo el primer objeto de su solicitud. El propio interés debe a sus ojos
preferirse a otro cualquiera, y examinándolo de cerca, nada hay en este estado
de cosas que sirva de obstáculo a la virtud y a la dicha; porque ¿cómo se
logrará la dicha de todos en la mayor proporción posible, si no es con la
condición de que cada uno obtendrá para sí la mayor cantidad posible? ¿De qué se
compondrá la suma de la dicha total sino de unidades individuales? (pp.
32-3).
¿Qué importantes deducciones sacaremos de estos principios? ¿Son
acaso inmorales en sus consecuencias? Muy lejos de eso: son al contrario
filantrópicos y benéficos en el más alto grado; porque ¿cómo podrá ser feliz un
hombre, sino teniendo el afecto de aquellos de quienes depende su dicha? ¿Y cómo
podrá obtener su afecto, sino convenciéndolos de que les da el suyo en cambio?
¿Y cómo les comunicará esta convicción, sino profesándoles un verdadero afecto?
(p. 34).
... No hay otro medio de impedir que las personas que no están
suficientemente imbuidas en el principio, que no han subido aún a las alturas en
que la utilidad estableció su trono, sean extraviadas por los dogmas despóticos
del ascetismo, o por las simpatías de una benevolencia imprudente y mal dirigida
(p. 35).
El ascetismo es inmoral sólo cuando tiene como único fin el
mortificar el cuerpo por considerarlo inmundo, tal como era la idea de muchos de
los primeros ascetas cristianos, o cuando esta mortificación obedece al deseo de
atemperar las pasiones y las sensaciones para ir al encuentro del no-ser, tal
como lo hacían y lo siguen haciendo los gimnosofistas hindúes. Pero si el
ascetismo está guiado por el principio que dice que los más dichosos no son
quienes más tienen sino quienes menos necesitan, consagrando el asceta su vida a
la búsqueda de tal dicha mediante un duro entrenamiento que lo habitúe a no
desear nada más que lo estrictamente indispensable para su subsistencia,
entonces este modo de vida, que en este siglo XX consumista es más impopular que
nunca, este modo de vida se vuelve indispensable si se desea experimentar la
máxima felicidad posible, y esto es algo que Bentham no vio ni pudo ver debido a
su condición de burgués y al desprecio que los burgueses de su época profesaban
por los pobres y por la pobreza. Ah, y otra cosa: la benevolencia nunca es
imprudente y está mal dirigida.
La línea que separa el dominio del
legislador del dominio del deontologista, es bastante marcada y visible. El
punto donde las recompensas y puniciones legales cesan de intervenir en las
acciones humanas, es donde vienen a colocarse los preceptos morales y su
influencia (p. 43).
El auténtico moralista no sabe de límite alguno que
inhiba su librepensamiento, y menos si este límite lo marcan los legisladores
coercitivos, que forman uno de los subgrupos humanos más hediondos de todos los
existentes. La influencia de la ética es universal y arrastra consigo todo
argumento imperativo, sea éste coincidente o no con la opinión
persuasivo-disuasiva del moralista.
Los actos cuyo juicio no se ha
cometido a los tribunales del estado, caen bajo la jurisdicción del tribunal de
la opinión. Hay una infinidad de actos que sería inútil empeñarse reprimir por
reglas penales, pero que pueden y deben ser abandonados a una represión
extra-oficial. Gran parte de actos dañosos a la sociedad se sustrae
necesariamente a los castigos de la ley penal; pero no escapan a la pesquisa y a
la ojeada vasta y penetrante de la justicia popular, y esta es la que se encarga
de castigarlos (pp. 43-4).
Hay gente que no actúa en forma inmoral por
miedo al código penal (humano o divino); hay otros que se abstienen del vicio
por temor al qué dirán; finalmente, están los que proceden siempre moralmente
sólo porque sospechan que la inmoralidad suele implicar, en el corto o en el
largo plazo, un dolor interno independiente de las recriminaciones públicas y de
los castigos de la ley[3]. Esta última gente, y sólo esta última, puede decirse que
actúa siguiendo preceptos morales.
Sería de desear sin duda que se
ensanchase el campo de la moral y estrechase el de la acción política. La
legislación ha usurpado ya demasiado en un territorio que no le pertenece.
Demasiadas veces ha sucedido que intervenga en actos donde su intervención no ha
provocado sino mal (p. 44).
Sea donde fuere que intervenga una
legislación coactiva-coercitiva, siempre, a la corta o a la larga, produce un
mal superior al que desea evitar.
Se puede considerar la Deontología o
moral privada como la ciencia de la dicha fundada en motivos extra-legislativos,
al paso que la jurisprudencia es la ciencia por la cual la ley es aplicada la
producción de la dicha (pp. 44-5).
La única ley que, aplicada, es
susceptible de crear más dicha que desdicha en el conjunto total de los seres
vivos y en un lapso de tiempo tendiente al infinito, es la ley de tipo
persuasivo-disuasiva, o sea, aquella ley que se limita a sugerirle al pueblo lo
que los legisladores consideran conveniente hacer o no hacer, pero sin
amenazarlo con castigos o acicatearlo con recompensas.
El objeto de los
deseos y esfuerzos de todo hombre desde el principio hasta el fin de su vida, es
acrecentar su propia dicha en cuanto es formada de placer y libre de pena (p.
45).
Correcto. La mayor o menor dicha de un hombre se conforma por la
suma de todos sus placeres, incluidos los pasados, en forma de añoranza, y los
futuros, en forma de esperanza. A muchos la palabra placer les resulta
incompleta porque la limitan a las sensaciones corporales, mas no sucede así en
el criterio de Bentham ni en el mío. Si hay una diferencia entre placer y dicha,
podría ésta consistir en que el placer se relaciona más con sucesos puntuales,
de corta duración, mientras que la dicha es un estado de ánimo general que puede
prolongarse indefinidamente conforme la vayamos alimentando con pequeños
placeres corporales y (sobre todo) espirituales.
El talismán que emplean
la arrogancia, la indolencia y la ignorancia se reduce a una palabra, que sirve
para dar a la impostura cierto aire de peso y autoridad, y que tendremos más de
una ocasión de refutar en la presente obra. Esta palabra sacramental es el
vocablo deber. Una vez dicho: Debéis hacer esto, no debéis hacer aquello, no hay
una cuestión siquiera de moral, que no sea al instante decidida. Es preciso
desterrar esta palabra del vocabulario de la moral (p. 48).
Integrantes:
Vargas Perez Miguel Angel
Rivera Gutierrez Josue Esau
Morales Lopez ALejandro
Morales Lopez Luis ALberto
Nishimura hernandez Keith
Ortigoza Andrade Steven
Correctísimo.
En sana moral jamás podría consistir el deber de un hombre en hacer aquello que tiene interés en no hacer. La moral le enseñará a establecer una justa estimación de sus intereses y de sus deberes; y examinándolos notará su coincidencia (ibíd., p. 24).
¡Excelente!
Acostúmbrase decir que un hombre debe hacer a sus deberes el sacrificio de sus intereses. Tampoco es raro oír citar tal o cual individuo por haber hecho semejante sacrificio, y nunca se deja de manifestar la más profunda admiración. Pero si consideramos el interés y el deber en su más alta acepción, nos convenceremos de que en las cosas ordinarias de la vida, ni es practicable ni tampoco muy apetecible el sacrificio del interés al deber; que este sacrificio no es posible, y que si pudiese realizarse, nada contribuiría a la dicha de la humanidad (p. 24).
Si lo tuviera, ¡me sacaría el sombrero ante tamaña claridad de ideas!
El empleo de un moralista ilustrado consiste en demostrar que un acto inmoral es un cálculo falso del interés personal, y que el hombre vicioso hace una estimación errónea de los placeres y de las penas (p. 26).
Esto ya no es excelente. Es perfecto.
En escribir esta obra no nos proponemos otro objeto que la dicha de la humanidad, la dicha de cada hombre en particular, tú dicha en fin, oh lector, y la de todos los hombres (p. 26).
Lo que yo me propongo al transcribir esto es, en primerísimo lugar, acrecentar mi propia dicha, y luego, la del resto de los hombres y demás seres vivos. Obviamente, la una depende directamente de las otras.
Nos proponemos extender el dominio de la dicha por doquiera respire un ser capaz de gustarla; y la acción de un alma benévola no se limita a la raza humana; porque si los animales que llamamos inferiores no tienen algún derecho a nuestra simpatía, ¿sobre qué se apoyarían los títulos de nuestra propia especie? La cadena de la virtud abraza toda entera la creación sensible. El bienestar que podemos partir con los animales está íntimamente ligado con el de la raza humana, y el de la raza humana es inseparable del nuestro (pp. 26-7).
Esto está muy bien, pero contrasta lastimosamente con lo escrito en la p. 28:
Nosotros les quitamos la vida [a los animales que nos comemos] y en esto tal vez somos justificables; la suma de sus sufrimientos no iguala la de nuestros goces: el bien excede al mal.
No hay justificación posible (excepto para los esquimales) que nos exima de considerar inmoral cualquier matanza intencional de un animal inofensivo. Pero justifico a Bentham por creer, como casi todos los occidentales de su época, que los animales eran el mejor alimento que podrían consumir los humanos: en aquel entonces no se hacían estadísticas sobre accidentes cardiovasculares y cánceres de intestino.
La virtud se divide en dos ramas, la prudencia y la benevolencia efectiva. La prudencia tiene su asiento en el entendimiento; la benevolencia efectiva se manifiesta principalmente en las afecciones, que cuando son fuertes e intensas constituyen las pasiones (p. 29).
Esto es asombrosamente parecido a lo que yo entiendo por virtud: la compasión inteligentemente activa, siendo la compasión el placer no morboso que uno experimenta contemplando el sufrimiento ajeno, siendo la inteligencia la capacidad de hallar una solución que termine con ese dolor o al menos lo atenúe y siendo la actividad la valentía de que disponemos para llevar a la práctica la solución ideada por la inteligencia. Compasión sin inteligencia es la compasión del tonto que percibe el dolor ajeno pero que no sabe cómo remediarlo; compasión sin actividad es la compasión del cobarde que percibe el dolor ajeno y sabe cómo remediarlo, pero no se anima a efectual el socorro. Todo se reduce a ser amantes, sabios y poderosos. Si alguna de las puntas del triángulo no está lo suficientemente afilada, nuestra virtud queda coja[2].
Triste cosa es pensar que la suma de la dicha que está en poder de un hombre producir, aunque sea el más poderoso, es corta si se compara con la suma de males que pueda crear por sí mismo o por otro. No es decir que en la raza humana la proporción de la desdicha exceda a la de la dicha, porque estando limitada en gran parte la suma de la desdicha por la voluntad del que sufre, tiene casi siempre a su disposición medios de aligerar sus males (p. 31).
No es imposible que un hombre, o cualquier otro ser, haya sufrido en su vida más que lo que ha gozado, pero creo que definitivamente la opción inversa es la que se da en la gran mayoría de los casos, a la vez que creo ver un aumento general en el balance felicidad-desdicha conforme transcurre la historia de la vida en el planeta.
El que se procura un placer o se evita una pena, contribuye a su propia dicha de una manera directa; el que procura un placer o evita una pena a otro, contribuye indirectamente a su propia dicha (p. 31).
La ley primera de nuestra naturaleza es desear nuestra propia dicha. Las voces reunidas de la prudencia y de la benevolencia efectiva se hacen oír y nos dicen: Procurad la dicha de los otros; buscad vuestra propia dicha en la dicha ajena (p. 32).
El objeto de todo ser racional es obtener por sí mismo la mayor suma de dicha. Cada hombre es más íntimo y más querido a sí mismo que pueda serlo cualquier otro, y ningún otro que él puede medirle sus penas y sus placeres. Es preciso de absoluta seguridad que sea él mismo el primer objeto de su solicitud. El propio interés debe a sus ojos preferirse a otro cualquiera, y examinándolo de cerca, nada hay en este estado de cosas que sirva de obstáculo a la virtud y a la dicha; porque ¿cómo se logrará la dicha de todos en la mayor proporción posible, si no es con la condición de que cada uno obtendrá para sí la mayor cantidad posible? ¿De qué se compondrá la suma de la dicha total sino de unidades individuales? (pp. 32-3).
¿Qué importantes deducciones sacaremos de estos principios? ¿Son acaso inmorales en sus consecuencias? Muy lejos de eso: son al contrario filantrópicos y benéficos en el más alto grado; porque ¿cómo podrá ser feliz un hombre, sino teniendo el afecto de aquellos de quienes depende su dicha? ¿Y cómo podrá obtener su afecto, sino convenciéndolos de que les da el suyo en cambio? ¿Y cómo les comunicará esta convicción, sino profesándoles un verdadero afecto? (p. 34).
... No hay otro medio de impedir que las personas que no están suficientemente imbuidas en el principio, que no han subido aún a las alturas en que la utilidad estableció su trono, sean extraviadas por los dogmas despóticos del ascetismo, o por las simpatías de una benevolencia imprudente y mal dirigida (p. 35).
El ascetismo es inmoral sólo cuando tiene como único fin el mortificar el cuerpo por considerarlo inmundo, tal como era la idea de muchos de los primeros ascetas cristianos, o cuando esta mortificación obedece al deseo de atemperar las pasiones y las sensaciones para ir al encuentro del no-ser, tal como lo hacían y lo siguen haciendo los gimnosofistas hindúes. Pero si el ascetismo está guiado por el principio que dice que los más dichosos no son quienes más tienen sino quienes menos necesitan, consagrando el asceta su vida a la búsqueda de tal dicha mediante un duro entrenamiento que lo habitúe a no desear nada más que lo estrictamente indispensable para su subsistencia, entonces este modo de vida, que en este siglo XX consumista es más impopular que nunca, este modo de vida se vuelve indispensable si se desea experimentar la máxima felicidad posible, y esto es algo que Bentham no vio ni pudo ver debido a su condición de burgués y al desprecio que los burgueses de su época profesaban por los pobres y por la pobreza. Ah, y otra cosa: la benevolencia nunca es imprudente y está mal dirigida.
La línea que separa el dominio del legislador del dominio del deontologista, es bastante marcada y visible. El punto donde las recompensas y puniciones legales cesan de intervenir en las acciones humanas, es donde vienen a colocarse los preceptos morales y su influencia (p. 43).
El auténtico moralista no sabe de límite alguno que inhiba su librepensamiento, y menos si este límite lo marcan los legisladores coercitivos, que forman uno de los subgrupos humanos más hediondos de todos los existentes. La influencia de la ética es universal y arrastra consigo todo argumento imperativo, sea éste coincidente o no con la opinión persuasivo-disuasiva del moralista.
Los actos cuyo juicio no se ha cometido a los tribunales del estado, caen bajo la jurisdicción del tribunal de la opinión. Hay una infinidad de actos que sería inútil empeñarse reprimir por reglas penales, pero que pueden y deben ser abandonados a una represión extra-oficial. Gran parte de actos dañosos a la sociedad se sustrae necesariamente a los castigos de la ley penal; pero no escapan a la pesquisa y a la ojeada vasta y penetrante de la justicia popular, y esta es la que se encarga de castigarlos (pp. 43-4).
Hay gente que no actúa en forma inmoral por miedo al código penal (humano o divino); hay otros que se abstienen del vicio por temor al qué dirán; finalmente, están los que proceden siempre moralmente sólo porque sospechan que la inmoralidad suele implicar, en el corto o en el largo plazo, un dolor interno independiente de las recriminaciones públicas y de los castigos de la ley[3]. Esta última gente, y sólo esta última, puede decirse que actúa siguiendo preceptos morales.
Sería de desear sin duda que se ensanchase el campo de la moral y estrechase el de la acción política. La legislación ha usurpado ya demasiado en un territorio que no le pertenece. Demasiadas veces ha sucedido que intervenga en actos donde su intervención no ha provocado sino mal (p. 44).
Sea donde fuere que intervenga una legislación coactiva-coercitiva, siempre, a la corta o a la larga, produce un mal superior al que desea evitar.
Se puede considerar la Deontología o moral privada como la ciencia de la dicha fundada en motivos extra-legislativos, al paso que la jurisprudencia es la ciencia por la cual la ley es aplicada la producción de la dicha (pp. 44-5).
La única ley que, aplicada, es susceptible de crear más dicha que desdicha en el conjunto total de los seres vivos y en un lapso de tiempo tendiente al infinito, es la ley de tipo persuasivo-disuasiva, o sea, aquella ley que se limita a sugerirle al pueblo lo que los legisladores consideran conveniente hacer o no hacer, pero sin amenazarlo con castigos o acicatearlo con recompensas.
El objeto de los deseos y esfuerzos de todo hombre desde el principio hasta el fin de su vida, es acrecentar su propia dicha en cuanto es formada de placer y libre de pena (p. 45).
Correcto. La mayor o menor dicha de un hombre se conforma por la suma de todos sus placeres, incluidos los pasados, en forma de añoranza, y los futuros, en forma de esperanza. A muchos la palabra placer les resulta incompleta porque la limitan a las sensaciones corporales, mas no sucede así en el criterio de Bentham ni en el mío. Si hay una diferencia entre placer y dicha, podría ésta consistir en que el placer se relaciona más con sucesos puntuales, de corta duración, mientras que la dicha es un estado de ánimo general que puede prolongarse indefinidamente conforme la vayamos alimentando con pequeños placeres corporales y (sobre todo) espirituales.
El talismán que emplean la arrogancia, la indolencia y la ignorancia se reduce a una palabra, que sirve para dar a la impostura cierto aire de peso y autoridad, y que tendremos más de una ocasión de refutar en la presente obra. Esta palabra sacramental es el vocablo deber. Una vez dicho: Debéis hacer esto, no debéis hacer aquello, no hay una cuestión siquiera de moral, que no sea al instante decidida. Es preciso desterrar esta palabra del vocabulario de la moral (p. 48).